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Todos usamos dinero. Lo deseamos, lo trabajamos, lo tememos. Pero muy pocos pueden explicar con claridad qué es realmente. La mayoría dirá que se trata de billetes, tarjetas, criptomonedas o cuentas bancarias, como si esas formas fueran su esencia. Pero esas son apenas las máscaras.

Detrás de cada transferencia, cada salario, cada deuda contraída, se esconde una ficción que se sostiene no por su solidez, sino por la fe colectiva.

El dinero moderno carece de respaldo tangible. Ya no hay oro que lo ancle ni límite físico que lo contenga. Lo que circula son números creados por bancos centrales y amplificados por bancos comerciales, emitidos con la misma facilidad con la que se escribe un correo. Es deuda que se convierte en activo, promesas que se transforman en poder. Todo funciona dentro de una estructura compleja, sostenida en tanto nadie se detenga a preguntar demasiado.

Y aun así, vivimos enteramente atados a él. Pagamos impuestos, contratamos créditos, construimos nuestra seguridad basándonos en una herramienta que nadie realmente entiende, pero que todos aceptan. Porque el sistema está diseñado para operar en piloto automático, sin cuestionamientos. El que duda queda fuera. El que se adapta, sobrevive. Y mientras tanto, la máquina imprime.

Una grieta en la narrativa

Bitcoin no nació como una solución milagrosa ni pretendió ofrecer un nuevo orden mundial. Apareció como una grieta, una forma de resistencia silenciosa. Un lenguaje alternativo que no requiere aprobación institucional ni se sostiene en pactos ocultos.

Su código es abierto, su emisión transparente y su política monetaria no se decide en despachos cerrados ni cambia al ritmo de las elecciones.

Lo que propone no es la destrucción del sistema actual, sino su exposición. Muestra que es posible algo diferente, no porque lo diga una autoridad, sino porque lo ejecuta una red distribuida. Mientras los gobiernos incrementan su deuda sin planes de retorno y se normaliza la impresión sin respaldo, Bitcoin plantea una arquitectura donde el límite existe y el poder no se concentra.

No es una panacea, pero tampoco una utopía. Es, ante todo, una invitación a mirar distinto. A cuestionar lo que damos por sentado. A preguntarnos por qué seguimos aceptando un sistema que entrega más confusión que claridad, más obediencia que entendimiento.

Porque si el dinero es una ficción compartida, entonces entenderla no solo es urgente, es subversivo. Y quizás, en esa comprensión, esté el verdadero acto de soberanía.

–Nodeor

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